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Devastación

El viejo se para todas las tardes en la misma esquina, a ver pasa la vida. A unos pocos pasos del cité donde vive.

Si se le puede llamar cité. Es en realidad una especie de fósil extraño. Algo lo devastó hace tiempo. Probablemente el último terremoto o un incendio terminaron con las casas que deberían formar la fallada. Solo quedó un alto umbral de entrada con una reja metálica. Con todo el absurdo de una puerta, allí donde ya no quedan paredes ni techo. Ahora una especie de antejardín ruinoso precede toda la vida que le queda. Así después de un par de sitios eriazos, lugar de reunión de bandidos y drogadictos, están las casitas que resistieron. Porfiadas, insisten en llenar de vida y color ese lugar viejo y casi muerto, como las flores u hongos que crecen dentro de un tronco hueco.

Al caer la tarde la sombra de un edificio de departamentos se mueve como un presagio por el estrecho pasillo entre las casitas. Porque lo sabe, el viejo sale cada tarde de su casa a pararse en la esquina. Por eso y algo más. Camina encorvado mirando las baldosas desgastadas y rotas. Baja una escala traicionera que divide ya sin propósito dos porciones del pasillo.

Cuando la devastación al fin llegue, será como la segunda ola de un maremoto, arrastrará todo lo que quedó a la deriva la primera vez y embestirá todo lo que aún quede en pie. Tal vez algunos resistan, él ya no estará para verlo.

Como siempre los perros sin dueño rondan el almacén de la esquina. Ellos parece que lo saludan. Se reconocen en su rutina. Algunas veces el viejo fuma un cigarro mientras conversa con otros viejos que aún se recuerdan. En los últimos días del verano o los primeros del otoño hace el esfuerzo y cruza hasta la banca del parque, pero el ciclo de las estaciones es solo un sucedáneo del cambio, en el fondo eso es parte también de su rutina.

La tarde agoniza. El viejo en la esquina saca un trozo de pan de su bolsillo y lo muerde. En otros tiempos estaría envuelto por lo menos en una servilleta, cuando todavía quedaba alguien que le envolviera la comida. Le parece que ya hace toda una vida que compartió con otros el pan en la mesa.

En ese momento siente un dolor muy agudo en el centro del pecho como si una gigantesca bola de demolición le hubiera dado de lleno. Juntando todas sus fuerzas mira en la cuatro direcciones. El pan se le atraganta y trata de escupirlo. Los perros asustados lloran con largos quejidos lastimeros que muerden el alma. En un último esfuerzo vuelve la mirada anhelante al cruce del camino.

Casi por costumbre los pensamientos del viejo retornaron una vez más a su mujer. La mujer que la devastación se llevó. La que casi por costumbre aún esperaba reencontrar. Esa mujer que nunca volvió a ver.

La melodía de un tango

La melodía de un tango solía flotar en la esquina de Cumming con Huérfanos. Sí, ahí a una cuadra de la Plaza Brasil. En esa esquina había una carnicería de las antiguas, de esas que son atendidas por su dueño, que se abren cuando él llega y se cierran cuando él se va, que viven a su propio ritmo. Era de esos locales que no son cadenas comerciales, sino que tenía un letrero pintado a mano afuera y un retrato de Gardel dentro. Las vitrinas estaban adornadas por un rebaño de animales de plástico, vacas gordas y cerdos más gordos, todos en miniatura acompañados por un muñeco bebe, que se me antojaba pastoreaba el rebaño plástico por no encontrar una explicación mejor a su extraña ubicación.

Los pequeños vigilaban la suerte funesta de sus congéneres de carne y hueso al otro lado del vidrio, saludaban a las vecinas y se despedían cuando se iban, se acordaban de preguntar por ese hijo al que la señora Juanita casi no ve, y de cómo ha estado de la presión don Genaro. Por supuesto, para no espantar a la clientela él que hacia las preguntas y los comentarios amables era el Dueño, que entendía a la perfección el idioma secreto de los animalitos plásticos a fuerza de décadas de convivencia pacífica.

Así las clientas frecuentes acudían por un trozo de carne y una conversación amena con el casero de años, sin sospechar que ese buen hombre con dificultad recordaba sus nombres. Ya que prefería ocupar su mente en practicar pasos de baile imaginarios para el fin de semana, cuando pudiera sacar el equipo de música por la ventana. Y así no más, tomarse la vereda bailando un buen tango en plena calle santiaguina. Yo no lo conocí en persona, jamás hable con él, pero sabía, como lo sabría cualquiera que hubiera pasado por esa esquina, que amaba el tango un poco más que a su negocio.

http://www.youtube.com/watch?v=RmXCVOmOCPU

Parte de lo que te cuento lo descubrí el día de mi cumpleaños, hace varios cumpleaños atrás. Caminaba mirándome los zapatos, cuando casi tropiezo con una pareja que como salida de la nada bailaba tango en la calle. Gráciles, jóvenes, encantadores, impecablemente vestidos. Todo lo que debe ser un bailarín, ahí justo delante de mí en medio de la calle. Interpretaron un tango arrebatador, mientras yo me acomodaba junto a los otros sorprendidos espectadores. Era tan bonito que ni siquiera me acorde de sacar una foto para probar lo que vi. Tendrás que creerme. Bailaron por la vereda, por la calle, bailando se subieron a una banquita y hasta a una camioneta, incluso se bajaron elegantemente sin dejar de bailar cuando amenazó con irse con ellos aun arriba.

Allá al otro lado del gentío estaba él, el Dueño, mirando, absorto como un niño, tal vez feliz, no llegue a saberlo. En la siguiente canción el Dueño se incorporó y varios bailarines invitaron al público a bailar. Yo hui disimuladamente. Pero hasta hoy atesoro ese recuerdo como un bello e inesperado regalo de cumpleaños.

http://www.youtube.com/watch?v=iW71-sVyMzM

En esa misma esquina ahora hay una sucursal de una cadena de comida rápida, y a su favor debo decir que ha sobrevivido, por lo menos, a una denuncia pública de insalubridad. Para no pensar en esto último, cuando paso por ese lugar prefiero acariciar un recuerdo que brilla en mi memoria como una moneda nueva. Puedo ver cómo se desarrolla la siguiente imagen: el Dueño con terno y sombrero de medio lado sentado en la mesa del fondo con los animalitos plásticos posados cómodamente en sus hombros o que le bajan por los brazos susurrándole alegremente anécdotas del pasado. El Dueño asiente al tiempo que mira complacido a una pareja de bailarines de tango que surcan el aire. De fondo Gardel pegado en la muralla canta su mejor canción y la melodía de un tango aún flota en el aire.


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Infiernos

A lo lejos oía gritos suplicantes. Algunos llamaban a sus madres otros pedían misericordia a dios, otros pocos sollozaban silenciosamente para no parecer débil en el reino de los fuertes y condenados. Un ruido telúrico lo despertó un poco más. Todo era oscuridad. El ambiente caluroso y enrarecido lo sofocaba. En medio de su tortura se dio cuenta de que todo le dolía, especialmente las costillas, que en cada respiración perforaban un poco más su tierna alma. En un espantoso momento de lucidez vio claramente el instrumento de su tormento. Un taladro gigante hurgaba la tierra. ¡Maldición!.. estaba vivo.

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